Foto de Sara Justo |
Si
observamos a los niños pequeños, nos damos cuenta de la ilusión con la que se
encuentran cada objeto, cada ser, cada situación que sucede. No están en el
fin, si no en el ahora, en el vivir totalmente presentes.
Recuerdo
ver a dos niños jugar a asustarse, uno se tapaba con una sábana, la levantaba y
decía: ¡Uh!, la otra niña se reía y tomaba su turno para hacer lo mismo.
Estuvieron así durante horas, riendo sin parar.
La
educación tradicional y el estilo de vida de hoy en día suele acabar con esta
presencia. Es un mundo de objetivos, fichas, evaluaciones, exámenes… Como si
hubiera una carrera que ganar, algún sitio al que llegar, raudos y veloces, sin
tiempo para sentir ni disfrutar del camino, sin tiempo para asimilar las
experiencias y los conocimientos. Desde los tres años ya tienen que ir bien en
inglés, aprender a tocar el violín y empezar con actividades extraescolares, ir
de excursión y salir del nido materno, incluso a dormir fuera.
Y
los niños se adaptan a todo, si les exigimos todo esto, intentarán conseguirlo,
y así se convierten en pequeños hombres y mujeres de negocios, estresados por
su productividad y por llegar a donde se les requiere.
Qué
diferente es cuando se les permite jugar todo lo que quieran durante su primera
infancia, sin prisa. Cada paso es único y requiere toda la atención, se
desarrolla la concentración, la fuerza de voluntad, la vivencia de su propio
cuerpo físico, y no sólo de su mente. El desarrollo físico está completamente
ligado al desarrollo de nuestras capacidades de aprendizaje; cuando un niño no
se ha movido lo suficiente en sus primeros años de vida, no consigue inhibir
reflejos que luego obstaculizan su aprendizaje y se convierten en la causa de
su fracaso escolar.
Si
fuéramos capaces de permanecer con ellos en el presente, en vez de pasarnos el
día exigiéndoles rapidez, diciéndoles lo que haremos el día siguiente, la
semana siguiente o el año siguiente… Aprenderíamos con ellos a olvidar el
estrés y ser más capaces de resolver nuestros problemas con concentración y
total presencia.
Es
la forma más sencilla y eficaz de estar presente, ser un niño. En vez de
intentar hacer de ellos pequeños adultos, podríamos empezar a observarles con
cariño, tiempo y empatía y descubriríamos qué es lo que verdaderamente
necesitan, qué es lo que les sienta bien… y los niños crecerían sanos y
felices.
Y
quizá nosotros también.
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