Foto de Sara Justo |
Llevo
tiempo observando cómo los niños son capaces, en muchas ocasiones, de resolver
sus conflictos por sí mismos y salir fortalecidos de la experiencia. Todo
empieza por cosas pequeñas… Por ejemplo, cuando un niño te pide que le subas a
un lugar donde él no llega: si lo haces, depende de ti cada vez que quiera
subir. Si no lo haces, pero te quedas acompañándolo por si quiere intentarlo él
solito, le das confianza. Y el día que consigue subir es algo que ha conseguido
gracias a su esfuerzo y se siente seguro.
Cuántas
veces, al acercarnos a un niño que se ha caído, de repente llora más fuerte, o
se queja de algo porque está acostumbrado a que sea el adulto quien tome el
mando y resuelva los problemas, y, cómo cambia todo cuando de repente se da
cuenta de que lo tiene que resolver él y empieza a desarrollar sus propias
capacidades.
Hay
situaciones en las que es difícil distinguir si es necesaria la intervención,
obviamente si está en juego la integridad física o psíquica del niño, es
necesario actuar, pero cuando se trata de temas morales o disputas entre niños,
creo que es importante ser muy cuidadoso. A veces el niño necesita llevar hasta
las últimas consecuencias su acción para ver que estaba equivocado, y si le
“convencemos” racionalmente de ir contra sus deseos, hay algo que no se
aprende, algo que se reprime sin entender por qué.
Un
ejemplo es el tema del dolor. Cuántas veces vemos a un niño llorar de dolor, y
cuántas veces nuestra intervención le impide asimilarlo.
La
mayoría de las veces, queremos que su dolor desaparezca rápido, y recurrimos a
remedios, tradicionales, químicos o alternativos para eliminar el dolor. No
queremos sentir el dolor, y menos que nuestros hijos lo sientan, no podemos
escuchar el mensaje que trae.
En
ocasiones le quitamos importancia; “¡Si no es nada!”, otras veces desviamos la
atención al causante del dolor; “¡Ay, qué malo el niño, que te ha empujado!”… O
quizá nos alteramos tanto, con gestos y gritos, que asustamos al pequeño y le
causamos una sensación de dolor mucho mayor de lo que es realmente. Todas estas
reacciones hacen que después, cuando el niño crezca, sea incapaz de reconocer
su dolor, o que huya de todo aquello que pueda causarle dolor o, incluso peor,
que culpe a otros de su propio dolor.
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