jueves, 7 de junio de 2012

La intervención en el mundo de los niños

Por Sara Justo, maestra
Foto de Sara Justo
Me gustaría hablar sobre la importancia de aprender cuándo debemos intervenir los adultos en las experiencias de los niños y cuándo nuestra intervención debilita al niño e impide que desarrolle sus propias capacidades. A veces, lo único que necesita es sentirse acompañado y seguro de sí mismo y no que resolvamos sus problemas.


Llevo tiempo observando cómo los niños son capaces, en muchas ocasiones, de resolver sus conflictos por sí mismos y salir fortalecidos de la experiencia. Todo empieza por cosas pequeñas… Por ejemplo, cuando un niño te pide que le subas a un lugar donde él no llega: si lo haces, depende de ti cada vez que quiera subir. Si no lo haces, pero te quedas acompañándolo por si quiere intentarlo él solito, le das confianza. Y el día que consigue subir es algo que ha conseguido gracias a su esfuerzo y se siente seguro.

Cuántas veces, al acercarnos a un niño que se ha caído, de repente llora más fuerte, o se queja de algo porque está acostumbrado a que sea el adulto quien tome el mando y resuelva los problemas, y, cómo cambia todo cuando de repente se da cuenta de que lo tiene que resolver él y empieza a desarrollar sus propias capacidades.

Hay situaciones en las que es difícil distinguir si es necesaria la intervención, obviamente si está en juego la integridad física o psíquica del niño, es necesario actuar, pero cuando se trata de temas morales o disputas entre niños, creo que es importante ser muy cuidadoso. A veces el niño necesita llevar hasta las últimas consecuencias su acción para ver que estaba equivocado, y si le “convencemos” racionalmente de ir contra sus deseos, hay algo que no se aprende, algo que se reprime sin entender por qué.

Un ejemplo es el tema del dolor. Cuántas veces vemos a un niño llorar de dolor, y cuántas veces nuestra intervención le impide asimilarlo.
La mayoría de las veces, queremos que su dolor desaparezca rápido, y recurrimos a remedios, tradicionales, químicos o alternativos para eliminar el dolor. No queremos sentir el dolor, y menos que nuestros hijos lo sientan, no podemos escuchar el mensaje que trae.

En ocasiones le quitamos importancia; “¡Si no es nada!”, otras veces desviamos la atención al causante del dolor; “¡Ay, qué malo el niño, que te ha empujado!”… O quizá nos alteramos tanto, con gestos y gritos, que asustamos al pequeño y le causamos una sensación de dolor mucho mayor de lo que es realmente. Todas estas reacciones hacen que después, cuando el niño crezca, sea incapaz de reconocer su dolor, o que huya de todo aquello que pueda causarle dolor o, incluso peor, que  culpe a otros de su propio dolor.

Si pudiéramos sentarnos a su lado, serenos y sintiendo su dolor, simplemente acompañándolos con nuestra presencia, veríamos como el niño lo asimila como algo natural, y al ratito se levanta y sigue jugando. 

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