Hace muchos años, cuando decidí
dedicarme a la enseñanza, tuve una experiencia única, que condicionaría toda mi
práctica educativa. Me fui a trabajar a Inglaterra como maestra interina de una
residencia de niños con autismo profundo. Lo que más llama la atención en este
entorno es la necesidad urgente de encontrar un sistema de comunicación, ya sea
verbal, gestual o pictórico para conectar con los niños, pues sin un medio de
comunicación es totalmente imposible saber qué necesitan, ni ellos pueden
comprender qué te propones cuando te acercas a ellos.
¿Y cuál es el requisito
fundamental para desarrollar un sistema de comunicación? Tener ganas de
comunicarse, que ambas partes deseen hacer llegar al otro lado algún tipo de
mensaje. Si no percibo que hay alguien al otro lado, ¿para qué voy a
comunicarme?
Al principio, yo no tenía ni idea
de cómo conseguir eso… ¿cómo lograr que sepan que estoy aquí y que quiero ayudarles? La frustración
llenaba mis días, así que dejé de intentar cosas que no funcionaban y me puse a
observar a los niños, para conocerlos mejor. Empecé a ver qué cosas les hacían
reír, cuándo se ponían nerviosos o se asustaban, qué experiencias o movimientos
repetían a menudo… Y un buen día, mientras estaba con uno de estos niños, que
realizaba repetidamente un movimiento concreto, me puse a imitarlo. Durante un
rato, fue como si el tiempo se detuviese, y de repente, me miró a los ojos. Fue
una mirada fugaz, pero fue el inicio de un vínculo. Me había visto, en mi
humilde opinión, porque yo había empezado a verlo a él.
Esto me enseñó que la creación de
un vínculo verdadero entre el maestro y el alumno es una base magnífica e
imprescindible para las experiencias educativas.
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