Estoy de acuerdo con quienes afirman que la verdad a medias es la peor mentira. Asimismo, creo que no completar ciertos conocimientos o enseñar sólo una parte de ciertas teorías, en muchos casos resulta bastante peligroso. Cuando estas doctrinas constituyen pilares fundamentales de nuestra cultura, asumirlas de manera parcial, ocultando intencionadamente elementos críticos para su correcto entendimiento, dará lugar a sociedades enfermas y encaminadas a su destrucción. Tal parece ser el caso con la explicación incompleta de las ideas de Darwin sobre la evolución de las especies, que tanta importancia tienen en nuestra manera de entender la vida y en nuestras relaciones (entre humanos, con otros seres vivos y con la naturaleza).
Pocos cuestionan en la actualidad el evolucionismo formulado por el naturalista inglés Charles Darwin, y expuesto en su obra El origen de las especies por medio de la selección natural, o la preservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida (confieso que el título siempre me ha inspirado un cierto temor). También es cierto que la polémica entre creacionistas y neodarwinistas extremos ha alcanzado una gran virulencia en ciertos momentos. Los creacionistas encuentran la teoría de la evolución incompatible con la creencia de que Dios creó a la humanidad y a todas las demás especies en un acto único después de materializar el mundo. Han proliferado entre las filas de fanáticos cristianos y entre extremistas musulmanes, quienes prohíben a sus hijos acudir a clases de genética o biología en las que se hable de evolución. Son una pequeña aunque ruidosa minoría. Más peligrosos e influyentes son aquellos pseudo-darwinistas que justifican prácticas de poder, dominación, avaricia y codicia extrema, a nivel individual, corporativo o empresarial, y nacional, amparándose en lo que Darwin nunca dijo o en citas de sus obras sacadas de contexto.
Amor, y no supervivencia del más apto
“La ciencia es en primer lugar conocimiento, pero la ciencia como conocimiento es desplazada a segundo término por la ciencia como poder manipulador....ya que el pensamiento científico es esencialmente un pensamiento-poder, es esa clase de pensamiento cuyo propósito, consciente o inconsciente, es conferir poder a su posesor”, dijo otro genial británico, Bertrand Rusell. El sesgo que se ha dado y se da a las ideas deDarwin ha servido para justificar luchas y desigualdades sin límite, así como una sociedad caracterizada por una competitividad extrema a todos los niveles, cuando lo que se desprende de sus escritos es algo bien distinto, como veremos a continuación.
El sesgo que se ha dado a las ideas de Darwin ha servido para justificar desigualdades sin límite
David Loye, psicólogo estadounidense y fundador del Proyecto Darwin, en su libro Darwin’s lost theory. Bridge to a better world (La teoría perdida de Darwin. Un puente hacia un mundo mejor) todavía no traducido al español, nos descubre que gran parte de la teoría de Darwin ha sido convenientemente ocultada por los que él llama ‘pseudo-darwinistas’, defensores a ultranza del gen egoísta (titulo de una obra de Richard Dawkins) y de la supervivencia del más apto. Ellos han conseguido que a lo largo de más de un siglo y medio, gran parte de las tesis de Darwin (más de la mitad del total de su obra) no se difundiesen y nos hayamos quedado con que un término como la ‘supervivencia del más apto’ constituye el eje de las mismas, cuando se menciona tan sólo dos veces frente a las 95 que se habla de amor, o las doce veces que aparece la palabra egoísmo versus las 92 referencias a la ‘sensibilidad moral’.
Analizando la parte de documentación que no se ha querido difundir, podemos apreciar que los factores que priman en la evolución del hombre son la ayuda mutua, el humanismo, el amor y la ética. El científico británico muestra en estas desconocidas páginas que muchas más veces de las que creemos, actuamos de acuerdo a nuestra sensibilidad moral y no como esclavos de nuestros ‘genes egoístas´. Incluso aceptando nuestro egoísmo, el amor actúa como una fuerza mayor y nos empuja a trascenderlo. Al mismo tiempo, aún admitiendo que la supervivencia y el poder sobre los demás son elementos muy motivadores, también nos mueve la necesidad de respetar y ocuparnos de las necesidades del prójimo. Loye nos muestra una nueva historia de la evolución de las especies en la que el cuidado de los demás emerge como un factor más avanzado en la escala evolutiva que el matarse unos a otros. Algo que, aún sonándonos familiar a la mayoría de los seres humanos, practicamos menos que el enfrentamiento.
La obra de Loye, también experto en campos relacionados con la teoría del caos y de la complejidad, sigue obteniendo apoyos entre la comunidad científica. A sus casi noventa años se encuentra inmerso en lo que llama una ‘inusual explosión de creatividad’ que está impactando en áreas como la biología, la economía, la psicología, la sociología y, sobre todo, la educación. Varios afamados científicos, como Paul MacLean, experto en neurociencia, o Ralph Abraham, pionero en la teoría del caos, han mostrado su asombro ante la profundidad de lo que nos cuenta David Loye, y afirman que su obra está cambiando la manera de ver el mundo y nuestras relaciones.
Envidia y frustración
La competencia y la supervivencia del más fuerte parten de la creencia de escasez. Primero tengo que creer que algo es escaso o se va a acabar, y a partir de ahí el motor se pone en marcha. Correr y correr detrás de la zanahoria o de la liebre en el caso de las carreras de galgos. La competencia también se sustenta en la creencia de los elegidos, los más aptos, los excelentes para sobrevivir. Primero tengo que creer que debo encajar todo mi ser dentro de dos o tres modelos que representan la realización, el éxito o la felicidad. A partir de ahí, vuelve a sonar el disparo y se lanza la carrera de búsqueda y lucha. La competencia establece una relación de rivalidad con los demás. La mirada se posa constantemente en el otro, en el que tiene las mismas posibilidades que yo y que se convierte en enemigo. Vivo compitiendo para ser visible, para tener más, para parecer más, para poder más... La relación de rivalidad es, en la mayoría de los casos, encubierta y por tanto ambivalente. Si el otro alcanza la meta y logra meter su ser dentro del traje apropiado, entonces... envidia y frustración. ¿Por qué él sí y yo no?
Si cierta competencia puede resultar sana, mucho más lo es una intensa cooperación
La competitividad como forma de vida nos aleja de la aceptación plena de la condición de ser humano y nos conduce a reducir la vida a una carrera, las relaciones a un enfrentamiento y nuestro potencial a la frustración. La fórmula carrera+enfrentamiento+frustración, que suena tan conocida, acaba en el Prozac o el infarto cuando no en ambos. Competir y cooperar son dos opciones para relacionarnos con nosotros mismos y con el afuera. Son dos alternativas que dan sentido a la vida y que conducen a resultados diferentes. Puedo elegir la que mi mente considere más elevada, la que crea que me llevará a un puerto más deseable. El reto es hacerlo, porque sólo puedo sostener a lo largo de mi vida aquello que comprendo y en lo que de verdad creo.
Rebelarnos contra los replicadores egoístas
Estas creencias ya se gestan desde la más tierna infancia y se cristalizan a través de un sistema educativo que se sirve de la competitividad como motor fundamental de acción y al mismo tiempo se pone a su servicio. Así aprendemos y aprenden los niños a mirar al otro como rival, a envidiar, a separar la mente de los sentimientos, de las intuiciones y percepciones, a no sentirnos, a renunciar a nuestra humanidad. No tenemos porqué abandonarnos a ellas. Como bien dice el más renombrado de los neodarwinistas, Richard Dawkins, “podemos rebelarnos contra la tiranía de los replicadores egoístas”, y con bellas palabras anima a los hombres en El capellán del diablo a ejercer su libertad y su humanidad para comprender el “proceso despiadadamente cruel que nos ha dado existencia” pues tenemos el don de la previsión (totalmente ajeno al ensayo y error a corto plazo de la selección natural), el de rebelarnos contra sus designios y el de “incorporar el cosmos mismo”.
No tenemos que competir hasta caer todos exhaustos, hasta quedarnos solos, hasta agotarnos en una competencia que roza lo autodestructivo. Me refiero tanto a individuos como a sociedades y países. Un ejemplo de actualidad: Las ahora tan de moda agencias de 'rating', clasifican a los países según su riesgo y los ponen a competir en una carrera con un final bastante oscuro. Mientras una cierta competencia puede resultar sana, mucho más lo es una intensa colaboración y cooperación. Para ilustrar el tema vuelvo a citar al premio Nobel Bertrand Rusell quien en La conquista de la felicidad dice: “La competencia, considerada como lo más importante de la vida, es algo demasiado triste, demasiado duro, demasiado cuestión de músculos tensos y voluntad firme para servir como base de la vida durante más de una o dos generaciones, como máximo. Después de ese plazo tiene que provocar fatiga nerviosa, diversos fenómenos de escape, una búsqueda de placeres tan tensa y tan difícil como el trabajo (porque relajarse resulta ya imposible), y al final la desaparición de la estirpe por esterilidad. No es sólo el trabajo lo que ha quedado envenenado por la filosofía de la competencia; igualmente ha quedado envenenado el ocio”.
*Fuente: Juan Perea del http://confidencial.com
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